Esto lo escribí hace un año por estas fechas. Mi invierno está siempre lleno de muertes. Vuelve a ser tarde, más de una semana desde el 22, y de nuevo me pongo a encender velas. Esta vez no estoy tan perdida, un año de trabajo me ha costado, pero vuelvo a echar de menos, parece que más cada año, y vuelve a doler cómo los recuerdos se difuminan en los detalles.Ojalá llegue ya la primavera...

Un año más, y esta vez tarde. Hoy hasta me costó encender las velas, temblaba la llama en mi mano, sangrando lágrimas que cada vez parecen más saladas.

Esta vez me cuesta recordarte con una sonrisa, mi flaco.

Esta vez te miro después de tantos años y escuecen nuevas heridas.

Esta vez coincide que ando perdida, buscando las huellas que debieran seguir mis pasos, decidiendo si debo crear algunas nuevas que me enseñen a andar, buscando tu mano.

Esta vez da la casualidad de que aún te echo más de menos, necesito aún más de tu abrazo y casi me sorprende lo que duele saber que no estás. Si cada año va a doler más, no sé si quiero que pasen.

Esta vez las lágrimas caen sobre vacío, y los recuerdos huidizos pasan como ráfagas arañando mis párpados, y casi no consigo recordar tu voz.

Esta vez pasó tu día entre tantos otros, y aquí estoy, soñando que te importa, imaginando que me oyes suplicando aprobaciones que no llegarán nunca, queriendo creer.

Esta vez tu sonrisa casi duele, porque es lejana, pero sobre todo porque parece que no descansarás nunca. Que no descansaré nunca. Estoy harta de otro invierno sin ti. Todo hubiese tan distinto.

Me enseñaste a querer y no sé si aprendí bien. Me dejaste una noria de juguete con corazón de walkman y un peluche, pero sólo necesitaba un padre. Mi flaco, ya no sé cómo llorar para sentirte más cerca. Ya no sé cómo gritar para que escuches que te quiero.

Ojalá fuese tan fácil como cerrar los ojos y verte, pero ni eso me dejaron. Malditos hijos de puta que me enseñaron lo que es odiar de verdad.

El recuerdo de un abrazo, tu chaqueta rellena de oveja, unas fotos que cada vez son más viejas, tantas preguntas y tan poco tiempo, tanto cariño que tardé demasiado en aceptar. Había tanto pasado que no se me ocurrió que quedase tan poco futuro.

Ojalá te hubiese abrazado más fuerte para que hubieses quedado marcado. Ojalá te hubiese dicho que te quería tantas y tantas veces como lo pensé. Ojalá recordase tu olor.

Este año me cuesta recordarte con una sonrisa, mi flaco, y no encuentro descanso en llorarte. Hasta las velas tiemblan, y sólo desearía abrazarte una vez más. Esta vez, esta noche, sólo me queda imaginar que te sueño y no te vas.

Siempre te querré.

- Y si me aburro, ¿me quieres más?

Cenicienta, sobria en los colores y en los licores, estaba sentada como una muñeca rota en el pequeño trono. La sala se acababa de vaciar tras la audiencia y sólo quedaban los guardias y la pareja de monarcas.

- Aburrida o no, eres mía, y por eso nunca podré dejar de quererte.

Desde el matrimonio su vida era una cárcel de barrotes dorados y súbditos de yeso. El príncipe llegó a Rey por simple ley de muerte y dio comienzo la nada. Empezaron por cambiarle el nombre, al parecer Cenicienta no era nombre para una reina. Como si Azul I fuese nombre de Rey. La vistieron de consorte, menos escote y más maquillaje, y la enseñaron a parecer un maniquí sin voluntad para acompañar a su marido en las audiencias.

Cuando la reina Cayetana vio tantos buitres dando vueltas a su alrededor supo que debía estar muerta.

Pero siempre quedaba el amor, se decía ella entonces. Azul andaba algo ausente jugueteando con su nuevo cargo vitalicio. "Asuntos de Estado" era la frase que más escuchaba de su boca. Otorgó a Cayetana numerosa compañía, escandalosas muchachas de voces estrepitosas y conversaciones aburridas. No eran nada interesantes, pero hacían tanto ruido que se te olvidaba que alguna vez hubiese existido el silencio. Cotorreaban sobre asuntos de la corte, parloteaban incansables con bromas picantes y risas gritonas. En definitiva, eran las hermanastras que una vez tuvo pero multiplicadas por seis.

Pero siempre queda el amor, se dijo de nuevo, aburrida en el pequeño trono, mirando cómo Azul firmaba documentos tras la audiencia. Había engordado un poco, y aún así seguía siendo el hombre apuesto del que se enamoró. Menos pasional, quizá, pero ¿quién puede juzgar a un rey?

Se levantó silenciosamente y se deslizó fuera de la sala para pasear por los jardines, sacando su vacío al exterior, invisible entre la rutina de palacio. En esos momentos volvía a ser Cenicienta, se descalzaba los tacones y acariciaba la hierba con los talones. Los pasos danzando, los empeines rectos, como si bailase con el aire una música insonora, como si bailase el silencio regalado, como si bailase las notas de un resquicio de libertad, la identidad recuperada por un momento. Nunca había estado tan sola rodeada de tanta gente.

Al anochecer, volvió a calzarse el disfraz de Cayetana y regresó escondiendo las manchas de césped entre los pliegues de la falda. No encontró los zapatos, pero volvería de día a buscarlos. No creía que nadie lo notase si entraba por la zona del servicio. Adoraba esa parte de palacio, ahora parecía que limpiar suelos era lo más parecido a la libertad que había tenido.

A medio camino en el laberinto de pasillos escuchó la voz de su marido el monarca. Susurrando pasos, se asomó a una puerta entornada para encontrarle en posición nada regia sobre una de las criadas. Tan azul y tan sucio al fin y al cabo.

De nuevo Cenicienta, corrió al jardín para llorar el desengaño fuera del reino de Azul. Las lágrimas llevaban disueltos los últimos sentimientos, la sensación de que todo eso importaba, la soledad. Cuando cayó la última, Cenicienta sintió que una nueva dureza la impregnaba. La seguridad de las decisiones tomadas. Un manto de indiferencia. Un hálito de cabreo. Recordó quién le había metido en el disfraz de reina.

- Me cago en la madre de todas las hadas - dijo levantándose, y Campanilla lloró en otro cuento.

Cuando Azul llegó a los aposentos reales, Cenicienta estaba sentada sobre la cama. Estaba seria y descalza, con la mirada alta, ni rastro de las lágrimas, sólo barrera. Si no hubiese estado cansado la hubiese poseído sin tardanza, con esa dignidad en el porte, ese toque rebelde, de repente la deseaba como la primera vez.

Empezó a farfullar las excusas de siempre mientras desabotonaba el uniforme cuando Cenicienta se levantó de golpe y andó hacia él.

- Azul, tenemos que hablar...

Al menos alguien vivió feliz a partir de esa noche. Las perdices siguieron sanas y salvas. Cenicienta es vegetariana.

La mayoría de las habilidades circenses se basan en dos cosas; sonreir mientras el mundo se derrumba y avanzar contra el miedo. Pete sabía esto desde hacía años, incluso antes de que le rompieran el corazón. Y entonces, cuando Sarah desapareció tras una nota y una traición, él se maquilló las lágrimas, se vistió de ser vivo y sacó su muerte al escenario con la sonrisa pintada en la cara. La función fue perfecta, la gente aplaudía a rabiar sin vislumbrar sus ojos brillantes en las alturas, o quizá lo vieron y pensaron que era emoción. Qué extraño poder transmitir emociones cuando estás encerrando un cadáver entre brillantina y lentejuelas.

Al día siguiente, con el éxito olvidado en los bolsillos, hizo una maleta sencilla y abandonó el circo sin mirar atrás. Siempre procuraba correr más que su pena, hasta que un día la adelantó, despistándola en algún requiebro, y simplemente dejó de sentir. La soledad le acompañaba, trabajaba para comer y huía cuando era posible. A veces simplemente actuaba en las calles y parques, los rostros de los transeuntes simples maniquís pasajeros vistos a través de su sonrisa de plástico. Un día, miles de kilómetros después, de repente encontró algo que le hizo detener la huída, algo que encendió una llama dentro, algo que le hizo sentir.

La niña más triste del mundo se sentó frente a él en un parque una tarde. Pete había parado la función para devorar un sandwich y unas mandarinas, acostumbrado a que nada tuviera sabor, y no se molestó en hablarla. Sabía que se cansaría de esperar y se marcharía. La niña tendría unos doce años, y miraba el mundo con unos ojos inmensos de un azul glacial que no podía existir, supurando dolor desde su silencio. Cada vez que miraba a Pete, él se sentía incómodo bajo su escrutinio. Le parecía que estaba pidiendo ayuda, algo que él con su corazón muerto desde luego no podía ofrecer.

Incapaz de soportarlo más, sacó su sonrisa de la maleta y realizó unos malabares perfectos con las cuatro mandarinas que tenía. Volaban, se cruzaban, jugaban en el aire, y mientras Pete no dejó de mirar esos ojos, que no se apartaron ni un segundo de su mirada. Pero el espectáculo debe continuar, y Pete se levantó con la sonrisa de cartón para realizar todos sus trucos y técnicas. Hizo malabares incontables, acrobacias increíbles, surcó el césped con su monociclo a gran velocidad y hasta desempolvó los trucos de magia. La niña, impasible y ahora de pie le miró hacerlo con profundo interés mientras despedía una tristeza insondable. Varios transeuntes hicieron corrillos de admiración que iban y venían, las monedas tintineaban en una manta extendida, y la niña seguía ahí, incansable en su inamovible dolor.

Al final, sin ningún as más en la manga, se desmontó del monociclo frente a ella, se quitó la sonrisa gastada, y le preguntó "¿Qué quieres que haga?". Ella, con una voz tímida y pequeña susurró señalando el viejo sillín y su única rueda; "¿Me puedes enseñar a montar en esto?". "Bueno, imagino que podría". Y aunque no había ninguna razón para hacerlo, lo hizo.

"Tienes que ponerte el sillín entre las piernas, inclinado, y colocar un pedal horizontal delante de ti. Ha de ser el de la pierna con la que tengas más fuerza". Dijo serio y firme mientras ajustaba la altura del mecanismo. "Cuando estés lista, pisarás con fuerza el pedal y darás un pequeño salto para delante con todo tu cuerpo. El monociclo estará de pie y tú encima, te inclinarás hacia delante como si fueses a caerte y seguirás pedaleando, porque el pedalear es lo que te salva del golpe contra el suelo. ¿Lo entiendes?". Ella asintió, seria y firme mientras examinaba el aparato.

El primer intento y unos cuantos de los que siguieron fueron un fracaso. Ni siquiera lograba pedalear, porque al verse arriba tenía miedo de caer, y bajaba inmediatamente dejando el monociclo detrás. "Yo me caí decenas de veces. Sin el golpe a veces no hay aprendizaje, y si tienes miedo de él nunca podrás avanzar ni un paso". Ella asintió, seria y firme mientras se recogía el pelo y apretaba los labios en una mueca de decisión. En el siguiente intento cayó de bruces al suelo. Tras cuatro caídas le dolía la muñeca y tenía pequeños puntitos de sangre en las manos, que se limpiaba en la falda cuando Pete decía que parase. "De todas formas me tengo que ir," dijo él. "¿Puedo venir mañana y volver a intentarlo?". "No sé si estaré, quizá mañana me vaya a otra ciudad". "Vendré igualmente".

No había ninguna razón para que él se quedara, pero al día siguiente él estaba ahí, y la niña apareció. Esperó a que él terminase su función, aplaudiendo impasible y seria entre el público, con los ojos más tristes del mundo. Al acabar, ella se puso unos guantes y cogió el monociclo mientras Pete recogía el resto de aparatos. La vio caer de pie varias veces antes de acercarse. "Tu problema es que tienes miedo de caerte, y te caes. En el circo, si te paras estás muerto. Tienes que avanzar más rápido cuanto mayor es el miedo, porque mientras avanzas estás seguro. ¿Crees que podría quedarme parado mucho rato en la cuerda?". Ella negó con la cabeza. "Ese es el secreto. No es no sentir miedo, es no darle importancia y seguir adelante. Cuando vayas a pedalear tienes que estar inclinada hacia delante, y te parecerá que te caes. Puedes bajarte como haces, o puedes tratar de pedalear y quizá caerte sobre las manos con suerte. Tú verás".

Una hora después, ella se había caído muchas veces, y él comía una manzana mientras reflexionaba sobre sus propias palabras. La vida no era tan distinta a lo que le había dicho a la niña, un montón de consejos que hacía tiempo que no seguía. De repente, sin previo aviso, ella se alzó sobre el sillín y pedaleo tres o cuatro veces antes de caer de pie. Fue corriendo hacia él, un poco de sangre seca de alguna caída en la barbilla, la adrenalina en las mejillas y los ojos vidriosos. Sonreía de una forma espectacular, como si de pronto hubiese salido el sol entre las nubes. "¿Lo has visto?". "Lo he visto. Muy bien". Pete sonrió mientras le revolvía el pelo, y la sonrisa era de verdad esta vez.

A partir de ese momento, Pete se dedicó a impartir talleres infantiles de circo y a recibir clases de vida. Sonreía aunque el mundo no estaba en continuo derrumbe, y avanzaba siempre contra el miedo. A veces se cayó de nuevo, pero de vez en cuando consiguió pedalear, y esos momentos sobre el sillín valían la pena.

Querido, no todo dura para siempre. Las rupturas siempre llenas de clichés me causan un aburrimiento infinito, pero me temo que en tu caso no quedan más que eso, frases vacías de despedida.

Creo que ambos llevábamos meses viendo llegar el final de esta historia, nuestra fecha de caducidad anunciada en el calendario a bombo y platillo. Tan cansada terminé de ti que empecé a soñar con el siguiente, con tu sustituto, con la libertad. Hace unos días lo conocí y fue un flechazo. Siento que te tengas que enterar así, pero ya hay otro en mi vida, y sinceramente espero que me dé todo lo que tú no fuiste capaz.

Está claro que no todo han sido lágrimas. Hemos pasado grandes momentos, gracias a ti he conocido gente muy interesante, gente que me ha llenado los huecos que tú dejabas con cada día de promesas vanas y esperanzas inconclusas. Tengo incontables imágenes de sonrisas juntos, uno a uno los recuerdos de aquellos compromisos que sí cumpliste, destellos de felicidad repartidos entre la rutina de una lucha. Pero en general, lo siento, no has sido suficiente. Lo que una vez fue un sentimiento intenso ahora es profunda indiferencia, y por qué no decirlo, la ilusión porque el que viene a ocupar tu vacío sea mejor. Imagino que siempre esperamos eso tras una decepción.

Me dirás que no todo ha podido ser culpa tuya, y quizá tengas razón. Las decisiones tomadas, los caminos escogidos, el resultado de tanta pelea por sobrevivir, por conseguir que nuestra relación fuese lo que debería haber sido, eso es todo mio. Pero has de reconocer que cada uno juega las cartas que le tocan, y no me lo has puesto fácil para ganar. Bastante he hecho con no tirar la toalla hace meses, aguantar hasta los últimos estertores, hasta que ya era inevitable.

Así que por favor, recoge tus cosas, querido. Date prisa en dejarme libre porque tengo ya tantos planes para tu sustituto que no me quedan días en el calendario. Pienso aprovechar cada momento, aunque sea no haciendo nada. Hasta eso pienso hacerlo bien esta vez. Empiezan a repartir las cartas y espero llevar una buena mano porque pienso quedarme jugando hasta que apaguen las luces y haya que marchar. Recoge tus cosas y vete, 2010, porque confío en que 2011 sea lo que nunca pudiste ser tú.

Un beso, cuídate y no vuelvas. Año muerto, año puesto.

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