Alicia se arregló especialmente esa mañana, un broche de tela en el uniforme y un poco de carmín en la sonrisa. Hacía un año que trabajaba en la ruta Sur del centro de día para ancianos con Alzheimer, y era un día especial. Alicia necesitaba marcar días en el calendario, recordar fechas y celebrarlas como una especie de salvavidas flotando en el mar de olvido de su rutina. Necesitaba creer que había día especiales, que la vida no era una sucesión de horas.
Un lunes hacía un año, Alicia se presentó en el lugar acordado. Carlos, su compañero, la puso al día en un momento con pocas palabras. "Es sencillo, yo conduzco y tú te preocupas de que no se caiga nadie. Donde pare, bajas, sonríes al familiar, ayudas al abuelo a subir, le sientas y me avisas cuando pueda arrancar. Todos sentados hasta el centro y todo irá bien. Eso es todo." Encendió un cigarrillo, puso la radio y arrancó. Al principio su silencio era incómodo y cortante, una soledad acompañada, pero a lo largo de los meses Alicia aprendió a leer en sus gestos e incluso a propiciar pequeñas conversaciones de camino a la primera parada.
Ese lunes en concreto la primera parada era nueva. Carlos puso con las luces de emergencia y bajó con ella sin decir nada. Dos mujeres esperaban en la acera, claramente madre e hija. Carlos fue directamente hacia la más joven, sin prestar atención a la madre, le dio un par de instrucciones rápidas sobre las cosas que debía llevar, quedó con ella para la recogida y se despidió de forma seca. Alicia sabía por experiencia que los familiares, acostumbrados a cuidar cada detalle, dependientes y esclavos a la vez, necesitaban algo más de apoyo, la seguridad de que estaban haciendo lo correcto, que esto no era un abandono.
Rosa, que así se llamaba la hija, se aferraba al brazo de su madre como si fuesen a robársela. Miraba el vehículo con los ojos muy abiertos y cargados de un miedo intenso, que contrastaba con la media sonrisa y el vacío absoluto con el que Carmen miraba a su alrededor. Alicia tendió la mano a Rosa, habló pausadamente y recogió sus informes y dudas sin dejar de sonreír. Tras un par de minutos el anclaje se suavizó y Rosa soltó a su madre con un gesto mitad alivio mitad culpabilidad. Alicia acompañó a la anciana hasta su sitio. Carmen le dio las gracias muy afectuosamente, y se puso a mirar por la ventana sin reparar en los gestos de despedida de su hija al otro lado.
"Si te entretienes así en todos vamos a llegar tarde", dijo Carlos al arrancar. "Es mi primer día y tienen que conocerme. Es probable que hoy lleguemos tarde pero mañana seguro que ya no", contestó Alicia sonriendo, sabiendo ya que sólo recibiría un gruñido del conductor. Carmen, vestida como si fuese a una cena importante con sus amigas, vestido granate y collar de perlas, miraba por la ventana sin prestar atención. Mantenía esa media sonrisa entre las arrugas de toda una vida, las manos inquietas jugando con los adornos del bolso. Probablemente no sabía adonde iba, pero con el tiempo aprenden a no preguntar todo lo que no saben, o quizá han olvidado hacerlo.
Tres paradas más adelante esperaba un anciano alto y muy tieso, con el pelo perfectamente peinado, la raya a la derecha y la camisa impecable. La mujer a su lado, en traje de chaqueta, reprendió a Alicia por llegar tarde y salió corriendo en cuanto pudo con el móvil en la oreja. Manuel, que así se llamaba su padre, la acompañó sin mirar atrás. Se cogió a su brazo con tanta firmeza y con un andar tan seguro que no se sabía quién llevaba a quién. Una vez dentro, agradeció a Alicia la ayuda con una sonrisa radiante llena de dentadura postiza y se sentó junto a Carmen como le indicaban.
Y a partir de ahí empezó todo. Cada día durante un año, Carmen y Manuel se descubrían, charlaban, se enamoraban, se despedían, se olvidaban. Cada día, excepto los pocos que alguno de los dos faltaba por cualquier razón. Un par de veces Alicia probó a sentarles separados, pero al subir por la tarde siempre estaban juntos igualmente, sonrientes tonteando como dos adolescentes en el autobús del colegio.
Casi siempre era Manuel el que primero descubría a Carmen, sentada a su lado jugando con el bolso o con el dobladillo de la falda, las manos inquietas, la media sonrisa helada como una máscara sobre el vacío. Entonces se retocaba el peinado, siempre perfecto, y la saludaba educado, llamando su atención. Y empezaba el cortejo. Carmen bajaba la mirada, pestañeando con una sonrisa escondida detrás de las manos cuando la hacía reir. Manuel tan educado, señalando los detalles del mundo exterior que Carmen se perdía con su mirada ausente. Ese baile duraba hasta la vuelta, como Alicia había podido comprobar con los compañeros del centro, distinto cada día en los detalles pero siempre igual.
A veces antes, a veces después, podías verles cogidos de la mano entre talleres, o sentados en un banco del jardín como si llevaran casados medio siglo, cuando no se habían conocido nunca antes de coincidir en la ruta. Algunos días en algún momento de la tarde ocurría el primer beso, y al volver en la ruta estaban más acaramelados. Una vez Tomás, otro de los viajeros sin memoria, protestó porque le molestaban las "carantoñas de la parejita", como si fuese un niño que se queja a la profe o un hermano pequeño gruñón, y otra de las veces Antonio, un señor de la ruta Norte, quiso probar suerte cortejando a Carmen en el comedor. Pero no funcionó. Como una trampa, como un extraño bucle, Carmen y Antonio siempre acababan juntos en el viaje de vuelta, abrazados a veces, a veces de la mano.
"Igual es el destino", le dijo Alicia a Carlos el viernes, esperando un soplido por respuesta. Carlos miró fugazmente en el retrovisor a la parejita feliz aunque sabía perfectamente de qué hablaban. "Si eso es el destino, es una santa putada... No sé nada de su vida de antes, ni quiero, pero imagino que son viudos los dos. Media vida solos y cuando vuelves a enamorarte no eres capaz de recordarlo ni un día entero... Imagínate. Por estas cosas prefiero no saber nada. Por eso los prefiero de los callados, de los invisibles. De los que dejas de ver, ¿sabes?".
Alicia asintió. No esperaba una respuesta, y menos algo así. Sabía que Carlos se protegía aislándose, porque acercarte siempre terminaba doliendo. Pero Alicia no podía evitar acercarse, iba con ellos, saludaba a los familiares, les peinaba de camino a casa, cogía sus manos para bajar el escalón, les miraba a los ojos cuando se quedaban sin palabras. Y no, no prefería a los invisibles, encerrados en su mente inexpugnable, tensos y silentes, a veces con la mirada fija, a veces con los ojos llenos de miedo. Tampoco prefería a los impredecibles, que a veces se rebelaban contra el olvido, se volvían violentos y pagaban con ella la impotencia de perderse. No quería preferir, ni elegir. Sólo quería recordar que llevaba personas, generalmente aterradas, que iban olvidando el miedo cuanto más se perdían.
Así que pasó todo el fin de semana pensando en el lunes, en el aniversario de Carmen y Antonio, aunque ellos no lo supieran. El domingo llamó a unas compañeras del centro y juntas lo prepararon todo. Carlos silbó al verla esperando. "Guau. Y con el pelo suelto... vaya, ¿qué celebramos?", dijo mientras subía. "Hoy hacemos un año", contestó con una sonrisa llena de carmín.
Carmen estaba esperando en la misma acera de siempre. El pelo recogido con un pasador, elegante con su collar de perlas y una falda a media pierna. La sonrío mientras la sentaba. "Gracias, guapa". Alicia hacía un año que vivía sin nombre la mitad del día, pero estaba acostumbrada. Tres paradas después, Manuel tan puntual y estirado, la hija huyendo. La misma cortesía firme.
Alicia pasó ese día en el centro con Sonia, una de las fisios. Prepararon una de las aulas con todos los detalles. Velas, música, hasta un mantel bordado que había traído Concha, la conserje. De vez en cuando iban a espiar cómo avanzaba el amor hoy, o salían a fumarse un cigarrillo y hablar del mundo más allá de esas paredes. Una de las veces que salieron, Carlos estaba fumando apoyado en un muro. Alicia se acercó, y tras unas caladas en silencio sin más siguió la conversación del viernes. "Lo del destino al final no está tan mal pensado... Imagina que sólo uno de ellos recordase". Carlos no contestó, pero tampoco gruñó.
A media tarde, cuando sólo faltaba una hora y media para el viaje de vuelta, Sonia y David, otro de los terapéutas, trajeron a la pareja al aula. Sinatra cantaba desde los altavoces de un iPod, las velas alumbrando una cena sencilla. Al fin y al cabo no era hora de cenar, pero a ellos no pareció importarles. Ni siquiera cuestionaron el por qué. Alicia imagino que igual que el miedo, la sorpresa tiende a desaparecer con el olvido, como una especie de reset emocional.
"Vuestra primera cita, una de verdad", decía Sonia mientras Manuel apartaba la silla como un caballero. Y allí se quedaron los tres entre las sombras junto a la ventana, testigos de un cambio en el bucle. La pareja reía, charlando animada sobre cosas sin importancia. Conociéndose para olvidarse en unas horas como cada vez, pero eso ahora daba igual.
En algún momento, cuando la parejita bailaba una lenta de su juventud, entraron Concha y Carlos. Ella lloraba emocionada como en una boda. "Ya no quedan caballeros como los de antes, ¿eh, Concha?", susurró David. Carlos amagó una sonrisa y tendió la mano a Alicia. "Nosotros también hacemos un año. Quiero mi baile". Y Frank cantó un par más, con 3 parejas moviéndose despacio a la luz de las velas y una conserje secándose las lágrimas con una servilleta bordada.
La cita terminó. Era la hora de marcharse, con la sensación de haber vivido un momento mágico. Carlos y Alicia seguían a la pareja fuera, donde esperaba la furgoneta. Manuel y Carmen seguirían con sus charlas vacías y carantoñas hasta que él se bajase. Ella pegaría la cara al cristal, con una sonrisa adolescente, y le despediría con la mano, a veces le soplaba un beso. Manuel esperaba en la acera con su nieto hasta que el autobús se perdía. Carmen seguiría tres paradas más, quizá olvidando ya mientras la sonrisa de jovenzuela enamorada se vaciaba hasta volverse una mueca de plástico. La mirada perdida de nuevo.
Alicia sabía que todo eso pasaría. La noche resetearía el amor, y al día siguiente volverían a conocerse de nuevo. No recordarían nada, pero el resto de los presentes sí, y quizá con eso bastaba.
Carmen, amarrada al brazo de Manuel, soltó una mano para señalar unas flores mientras salían. "Mira, eso son azucenas. Así se llamaba mi madre". Él se mostró interesado.