- Y si me aburro, ¿me quieres más?

Cenicienta, sobria en los colores y en los licores, estaba sentada como una muñeca rota en el pequeño trono. La sala se acababa de vaciar tras la audiencia y sólo quedaban los guardias y la pareja de monarcas.

- Aburrida o no, eres mía, y por eso nunca podré dejar de quererte.

Desde el matrimonio su vida era una cárcel de barrotes dorados y súbditos de yeso. El príncipe llegó a Rey por simple ley de muerte y dio comienzo la nada. Empezaron por cambiarle el nombre, al parecer Cenicienta no era nombre para una reina. Como si Azul I fuese nombre de Rey. La vistieron de consorte, menos escote y más maquillaje, y la enseñaron a parecer un maniquí sin voluntad para acompañar a su marido en las audiencias.

Cuando la reina Cayetana vio tantos buitres dando vueltas a su alrededor supo que debía estar muerta.

Pero siempre quedaba el amor, se decía ella entonces. Azul andaba algo ausente jugueteando con su nuevo cargo vitalicio. "Asuntos de Estado" era la frase que más escuchaba de su boca. Otorgó a Cayetana numerosa compañía, escandalosas muchachas de voces estrepitosas y conversaciones aburridas. No eran nada interesantes, pero hacían tanto ruido que se te olvidaba que alguna vez hubiese existido el silencio. Cotorreaban sobre asuntos de la corte, parloteaban incansables con bromas picantes y risas gritonas. En definitiva, eran las hermanastras que una vez tuvo pero multiplicadas por seis.

Pero siempre queda el amor, se dijo de nuevo, aburrida en el pequeño trono, mirando cómo Azul firmaba documentos tras la audiencia. Había engordado un poco, y aún así seguía siendo el hombre apuesto del que se enamoró. Menos pasional, quizá, pero ¿quién puede juzgar a un rey?

Se levantó silenciosamente y se deslizó fuera de la sala para pasear por los jardines, sacando su vacío al exterior, invisible entre la rutina de palacio. En esos momentos volvía a ser Cenicienta, se descalzaba los tacones y acariciaba la hierba con los talones. Los pasos danzando, los empeines rectos, como si bailase con el aire una música insonora, como si bailase el silencio regalado, como si bailase las notas de un resquicio de libertad, la identidad recuperada por un momento. Nunca había estado tan sola rodeada de tanta gente.

Al anochecer, volvió a calzarse el disfraz de Cayetana y regresó escondiendo las manchas de césped entre los pliegues de la falda. No encontró los zapatos, pero volvería de día a buscarlos. No creía que nadie lo notase si entraba por la zona del servicio. Adoraba esa parte de palacio, ahora parecía que limpiar suelos era lo más parecido a la libertad que había tenido.

A medio camino en el laberinto de pasillos escuchó la voz de su marido el monarca. Susurrando pasos, se asomó a una puerta entornada para encontrarle en posición nada regia sobre una de las criadas. Tan azul y tan sucio al fin y al cabo.

De nuevo Cenicienta, corrió al jardín para llorar el desengaño fuera del reino de Azul. Las lágrimas llevaban disueltos los últimos sentimientos, la sensación de que todo eso importaba, la soledad. Cuando cayó la última, Cenicienta sintió que una nueva dureza la impregnaba. La seguridad de las decisiones tomadas. Un manto de indiferencia. Un hálito de cabreo. Recordó quién le había metido en el disfraz de reina.

- Me cago en la madre de todas las hadas - dijo levantándose, y Campanilla lloró en otro cuento.

Cuando Azul llegó a los aposentos reales, Cenicienta estaba sentada sobre la cama. Estaba seria y descalza, con la mirada alta, ni rastro de las lágrimas, sólo barrera. Si no hubiese estado cansado la hubiese poseído sin tardanza, con esa dignidad en el porte, ese toque rebelde, de repente la deseaba como la primera vez.

Empezó a farfullar las excusas de siempre mientras desabotonaba el uniforme cuando Cenicienta se levantó de golpe y andó hacia él.

- Azul, tenemos que hablar...

Al menos alguien vivió feliz a partir de esa noche. Las perdices siguieron sanas y salvas. Cenicienta es vegetariana.

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