Una noche más Paula es conducida a la cama por una madre de piel macilenta y ojeras interminables que casi ya no reconocía como aquella que le leía cuentos para dormir. Palabras de cariño susurradas casi furtivamente, una sonrisa huidiza que parece de plástico y un beso suave en la frente antes de atraparla entre las mantas y escapar de la habitación como un fantasma, arrastrando las zapatillas por la moqueta. Una última mirada a contraluz, colmada de amor y tristeza, desde la puerta antes de cerrar.
- ¡No cierres mamá!
- Sí, Paula, papá y mamá quieren ver la tele y te va a molestar el ruido.
Las palabras lanzadas como un ataque, rápido y definitivo, con tono de regañina impaciente. Son gritos disfrazados de consejo. Paula lo sabe, pero no puede evitar insistir cuando el hilo de luz se va haciendo más fino.
- Pero me da miedo... por favor... un poco sólo... hasta que me duerma...
- No, Paula, ya tienes casi 6 años, estas cosas son de bebés. La persiana está subida y te entrará luz de la calle. Que descanses.
Y desaparece junto con el rectángulo de luz de la puerta y toda esperanza de que se quedase con ella un rato más. La luz de las farolas se cuela por los cristales tiñéndolo todo de color anaranjado. A Paula no le gusta la habitación bañada en esa luz, casi prefiere la oscuridad.
Se acurruca entre las sábanas, rezando silenciosamente para poder dormir, rezando por que hoy no se oiga nada más que el rumor de la tele en el salón y los coches en la calle, o el agua bajando por las cañerías, o la perra de la vecina paseando sus uñas por el parquet. Cierra los ojos y reza para dormir. Ojalá, piensa, todavía temblase por saber si hay alguien bajo la cama, o porque la puerta del armario quedó entreabierta, o por la sombra del perchero en la esquina. Por el simple terror a sentir una mano en la oscuridad, o peor, una garra aferrada a sus piernas. Ojalá esos siguiesen siendo sus miedos. Se sentiría menos vieja, aunque ella aún no sepa que es eso lo que siente. Esos terrores desaparecen con la luz o con el beso de mamá, al día siguiente parecen irreales, cosas de niños que pasarán.
Cuando el sueño la está venciendo, empiezan los gritos. Son gritos callados, como a través de una almohada o kilómetros de algodón, gritos para no despertar a la niña, gritos para que no escuchen los vecinos. Aunque realmente, a quién le importa. Una silla cae al suelo con un estruendo que es casi un pecado en el silencio de su habitación, un golpe seco, un grito, palabras escupidas con prisa, algo que cae al suelo se rompe con estallido de cristales, y su madre llora. Paula no entiende las frases que le llegan traicioneras bajo la puerta, pero entiende las lágrimas. Hablan un idioma universal que se entiende con el corazón.
Paula esconde la cabeza bajo las mantas, se acurruca abrazándose las rodillas y siente que las lágrimas calientes ruedan por la cara, mojando las piernas y las sábanas de dolor salado. Hasta hace unos meses nunca había llorado así, silenciosa y sin darse cuenta como una presa que rebosa por la noche. Siempre habían sido lágrimas gritonas y secas de quién quiere llamar la atención, o explosiones de llanto de quien se ha hecho daño al caer del columpio. Hasta hace un par de meses no sabía que un sonido te podía doler tanto, y que, a veces, llorar podía no servir para nada.
Gime sin darse cuenta, intentando acallar con sus sonidos los golpes, los gritos camuflados, los lloros, la voz de su padre como latigazos en los oídos. Pero da igual. Aunque se tapase las orejas, aunque chillase muy fuerte, tan fuerte que se quedase sin voz y sus gritos llegasen hasta las estrellas, nada haría callar esos ruidos, porque los escucha con el corazón y ese no entiende de volumen.
Quizá tampoco se atrevería a gritar, quizá no se atrevería a mirar a la madre que viniese a salvarla. O quizá no se atrevería por si fuese su padre el que viniera, el mismo que la empujaba en los columpios, el mismo que la sonreía en los desayunos y la revolvía juguetón el pelo, el mismo que la compraba juguetes en cada uno de sus viajes. Quizá no se atrevería a descubrirle tras esas lágrimas.
- Por favor, callaos, por favor, callaos, por favor...
Y de repente, entre el estruendo callado, un sonido nuevo... Algo precioso, como un cascabel perfecto, como una canción resumida en una nota, como miles de risas encerradas en un sonido. Se cuela entre las mantas juguetón, y Paula se da cuenta de que lo escucha también con el corazón, y que ha silenciado los demás sonidos. Los gritos y las lágrimas parecen más lejos, están ahí, doliendo clavados en su pecho, pero débiles y lejanos, soportables. Paula saca la cabeza para buscar el origen del milagro, las lágrimas en pausa como sólo un niño es capaz de hacer, el mundo parado en un latido. Y al asomarse, durante un segundo ve una luz blanquísima bailar en el espejo, como un guiño, como una estrella atrapada, como el espejismo más hermoso del mundo.
Apartando las mantas con las piernas, escapa de la cárcel de su cama, olvidadas las lágrimas silenciosas que se secan en sus mejillas, olvidados los golpes que suenan en el salón. Corre hacia el espejo frente al que se viste cada mañana junto a esa madre que ya no reconoce. Ahí está, frío como siempre, devolviendo la imagen entre tinieblas anaranjadas de una Paula despeinada y de ojos brillantes. Nada más, nada menos. Algo se rompe de nuevo dentro de ella, esa inocencia perdida que empezaba a renacer y que agoniza entre los pedazos de su corazón de niña.
Se gira lentamente para volver a la cama, ese refugio contra los miedos que ya no funciona, como tantas otras cosas en las que la niña Paula creía y que han resultado ser mentira. Y de repente, el sonido canta cerca de su oído, limpio y alegre, tan perfecto, y Paula se gira tan rápido que casi pierde el equilibrio, justo para ver la luz escapando por el rabillo del ojo. No, no es un reflejo de la calle, piensa. Ninguna farola podría reflejar esa luz en el espejo, nada podría crear esa magia sin magia.
Al acercarse de nuevo al espejo, despacio, Paula nota que despide calor, latiendo como un ser vivo. Casi imagina que lo oye respirar. Los reflejos de la habitación bailan sobre su superficie como la luna cuando se mira en un lago. Paula empieza a tener un poco de miedo, de ese terror infantil que creía perdido, y se le ocurre que quizá debería correr a la cama y esconderse en ese bastión de seguridad. Pero no, un rumor la llega del espejo, un rumor demasiado lejano como para poder asegurar que está ahí, casi la sombra de un sonido, pero sí, son risas y ese cascabel perfecto...
Paula, sin pensarlo, mira la puerta con una despedida mental y alarga la mano hacia el espejo, pensando simplemente que cualquier cosa será mejor que estos ratos de lágrimas silenciosas. Al poner la mano sobre el espejo casi espera recibir el frío habitual, la magia desapareciendo, pero en su lugar siente un calor que la recorre el brazo. Es como posar la mano en un océano de aceite cálido bañado en luna.
Sonríe, sintiendo como se hunde lentamente en ese mar, preguntándose un momento qué aventuras, qué sueños, la esperan al otro lado. Apartando la vista de la puerta y sus gritos, Paula se gira para andar dentro del espejo, de esa luz perfecta y de los cascabeles que ríen en su corazón. Ahogarse en el océano de espejo y renacer niña de nuevo al otro lado, haya lo que haya. A quién le importa. Siempre será mejor que su inocencia perdida.
Cuento escrito en 2007, cuya versión extendida (y cambiada hasta el punto de tener final distinto) quedó finalista en un concurso de relatos y espera participar un poco maquillada en alguno más cuando me vuelva menos despistada con estas cosas. Le tengo un cariño especial, así que lo recupero en ligero remake de chapa y pintura para el nuevo blog. Besos!
4 susurros:
te envío un susurro,
leí un poco
(cuando tenga más tiempo lo leo completo)
buenisímo Felicitaciones
Gracias por el susurro, Cari, te espero entonces cuando vuelvas. Un saludo!
Maribel
Me encanta :-)
Gracias Maribel!! eres un sol :)
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