Alicia se arregló especialmente esa mañana, un broche de tela en el uniforme y un poco de carmín en la sonrisa. Hacía un año que trabajaba en la ruta Sur del centro de día para ancianos con Alzheimer, y era un día especial. Alicia necesitaba marcar días en el calendario, recordar fechas y celebrarlas como una especie de salvavidas flotando en el mar de olvido de su rutina. Necesitaba creer que había día especiales, que la vida no era una sucesión de horas.

Un lunes hacía un año, Alicia se presentó en el lugar acordado. Carlos, su compañero, la puso al día en un momento con pocas palabras. "Es sencillo, yo conduzco y tú te preocupas de que no se caiga nadie. Donde pare, bajas, sonríes al familiar, ayudas al abuelo a subir, le sientas y me avisas cuando pueda arrancar. Todos sentados  hasta el centro y todo irá bien. Eso es todo." Encendió un cigarrillo, puso la radio y arrancó. Al principio su silencio era incómodo y cortante, una soledad acompañada, pero a lo largo de los meses Alicia aprendió a leer en sus gestos e incluso a propiciar pequeñas conversaciones de camino a la primera parada.

Ese lunes en concreto la primera parada era nueva. Carlos puso con las luces de emergencia y bajó con ella sin decir nada. Dos mujeres esperaban en la acera, claramente madre e hija. Carlos fue directamente hacia la más joven, sin prestar atención a la madre, le dio un par de instrucciones rápidas sobre las cosas que debía llevar, quedó con ella para la recogida y se despidió de forma seca. Alicia sabía por experiencia que los familiares, acostumbrados a cuidar cada detalle, dependientes y esclavos a la vez, necesitaban algo más de apoyo, la seguridad de que estaban haciendo lo correcto, que esto no era un abandono.

Rosa, que así se llamaba la hija, se aferraba al brazo de su madre como si fuesen a robársela. Miraba el vehículo con los ojos muy abiertos y cargados de un miedo intenso, que contrastaba con la media sonrisa y el vacío absoluto con el que Carmen miraba a su alrededor. Alicia tendió la mano a Rosa, habló pausadamente y recogió sus informes y dudas sin dejar de sonreír. Tras un par de minutos el anclaje se suavizó y Rosa soltó a su madre con un gesto mitad alivio mitad culpabilidad. Alicia acompañó a la anciana hasta su sitio. Carmen le dio las gracias muy afectuosamente, y se puso a mirar por la ventana sin reparar en los gestos de despedida de su hija al otro lado.

"Si te entretienes así en todos vamos a llegar tarde", dijo Carlos al arrancar. "Es mi primer día y tienen que conocerme. Es probable que hoy lleguemos tarde pero mañana seguro que ya no", contestó Alicia sonriendo, sabiendo ya que sólo recibiría un gruñido del conductor. Carmen, vestida como si fuese a una cena importante con sus amigas, vestido granate y collar de perlas, miraba por la ventana sin prestar atención. Mantenía esa media sonrisa entre las arrugas de toda una vida, las manos inquietas jugando con los adornos del bolso. Probablemente no sabía adonde iba, pero con el tiempo aprenden a no preguntar todo lo que no saben, o quizá han olvidado hacerlo.

Tres paradas más adelante esperaba un anciano alto y muy tieso, con el pelo perfectamente peinado, la raya a la derecha y la camisa impecable. La mujer a su lado, en traje de chaqueta, reprendió a Alicia por llegar tarde y salió corriendo en cuanto pudo con el móvil en la oreja. Manuel, que así se llamaba su padre, la acompañó sin mirar atrás. Se cogió a su brazo con tanta firmeza y con un andar tan seguro que no se sabía quién llevaba a quién. Una vez dentro, agradeció a Alicia la ayuda con una sonrisa radiante llena de dentadura postiza y se sentó junto a Carmen como le indicaban.

Y a partir de ahí empezó todo. Cada día durante un año, Carmen y Manuel se descubrían, charlaban, se enamoraban, se despedían, se olvidaban. Cada día, excepto los pocos que alguno de los dos faltaba por cualquier razón. Un par de veces Alicia probó a sentarles separados, pero al subir por la tarde siempre estaban juntos igualmente, sonrientes tonteando como dos adolescentes en el autobús del colegio.

Casi siempre era Manuel el que primero descubría a Carmen, sentada a su lado jugando con el bolso o con el dobladillo de la falda, las manos inquietas, la media sonrisa helada como una máscara sobre el vacío. Entonces se retocaba el peinado, siempre perfecto, y la saludaba educado, llamando su atención. Y empezaba el cortejo. Carmen bajaba la mirada, pestañeando con una sonrisa escondida detrás de las manos cuando la hacía reir. Manuel tan educado, señalando los detalles del mundo exterior que Carmen se perdía con su mirada ausente. Ese baile duraba hasta la vuelta, como Alicia había podido comprobar con los compañeros del centro, distinto cada día en los detalles pero siempre igual.

A veces antes, a veces después, podías verles cogidos de la mano entre talleres, o sentados en un banco del jardín como si llevaran casados medio siglo, cuando no se habían conocido nunca antes de coincidir en la ruta. Algunos días en algún momento de la tarde ocurría el primer beso, y al volver en la ruta estaban más acaramelados. Una vez Tomás, otro de los viajeros sin memoria, protestó porque le molestaban las "carantoñas de la parejita", como si fuese un niño que se queja a la profe o un hermano pequeño gruñón, y otra de las veces Antonio, un señor de la ruta Norte, quiso probar suerte cortejando a Carmen en el comedor. Pero no funcionó. Como una trampa, como un extraño bucle, Carmen y Antonio siempre acababan juntos en el viaje de vuelta, abrazados a veces, a veces de la mano.

"Igual es el destino", le dijo Alicia a Carlos el viernes, esperando un soplido por respuesta. Carlos miró fugazmente en el retrovisor a la parejita feliz aunque sabía perfectamente de qué hablaban. "Si eso es el destino, es una santa putada... No sé nada de su vida de antes, ni quiero, pero imagino que son viudos los dos. Media vida solos y cuando vuelves a enamorarte no eres capaz de recordarlo ni un día entero... Imagínate. Por estas cosas prefiero no saber nada. Por eso los prefiero de los callados, de los invisibles. De los que dejas de ver, ¿sabes?".

Alicia asintió. No esperaba una respuesta, y menos algo así. Sabía que Carlos se protegía aislándose, porque acercarte siempre terminaba doliendo. Pero Alicia no podía evitar acercarse, iba con ellos, saludaba a los familiares, les peinaba de camino a casa, cogía sus manos para bajar el escalón, les miraba a los ojos cuando se quedaban sin palabras. Y no, no prefería a los invisibles, encerrados en su mente inexpugnable, tensos y silentes, a veces con la mirada fija, a veces con los ojos llenos de miedo. Tampoco prefería a los impredecibles, que a veces se rebelaban contra el olvido, se volvían violentos y pagaban con ella la impotencia de perderse. No quería preferir, ni elegir. Sólo quería recordar que llevaba personas, generalmente aterradas, que iban olvidando el miedo cuanto más se perdían.

Así que pasó todo el fin de semana pensando en el lunes, en el aniversario de Carmen y Antonio, aunque ellos no lo supieran. El domingo llamó a unas compañeras del centro y juntas lo prepararon todo. Carlos silbó al verla esperando. "Guau. Y con el pelo suelto... vaya, ¿qué celebramos?", dijo mientras subía. "Hoy hacemos un año", contestó con una sonrisa llena de carmín.

Carmen estaba esperando en la misma acera de siempre. El pelo recogido con un pasador, elegante con su collar de perlas y una falda a media pierna. La sonrío mientras la sentaba. "Gracias, guapa". Alicia hacía un año que vivía sin nombre la mitad del día, pero estaba acostumbrada. Tres paradas después, Manuel tan puntual y estirado, la hija huyendo. La misma cortesía firme.

A los cinco minutos el ritual daba comienzo a falta del gong inicial, como una película que has visto mil veces, una canción que no paras de escuchar. Las frases distintas, pero las mismas historias en general. Probablemente se contaban lo que podían recordar, rellenando vacíos con lugares comunes. Al llegar al centro, Manuel ayudó a Carmen a levantarse con delicadeza infinita, y ella le sonrió coqueta. Antes de entrar, ella señaló unas flores y le dijo que eran azucenas, como su madre. Él se mostró interesado mientras le abría la puerta, galante. Se perdieron tras los cristales con una mañana repleta de actividades por delante.

Alicia pasó ese día en el centro con Sonia, una de las fisios. Prepararon una de las aulas con todos los detalles. Velas, música, hasta un mantel bordado que había traído Concha, la conserje. De vez en cuando iban a espiar cómo avanzaba el amor hoy, o salían a fumarse un cigarrillo y hablar del mundo más allá de esas paredes. Una de las veces que salieron, Carlos estaba fumando apoyado en un muro. Alicia se acercó, y tras unas caladas en silencio sin más siguió la conversación del viernes. "Lo del destino al final no está tan mal pensado... Imagina que sólo uno de ellos recordase". Carlos no contestó, pero tampoco gruñó.

A media tarde, cuando sólo faltaba una hora y media para el viaje de vuelta, Sonia y David, otro de los terapéutas, trajeron a la pareja al aula. Sinatra cantaba desde los altavoces de un iPod, las velas alumbrando una cena sencilla. Al fin y al cabo no era hora de cenar, pero a ellos no pareció importarles. Ni siquiera cuestionaron el por qué. Alicia imagino que igual que el miedo, la sorpresa tiende a desaparecer con el olvido, como una especie de reset emocional.

"Vuestra primera cita, una de verdad", decía Sonia mientras Manuel apartaba la silla como un caballero. Y allí se quedaron los tres entre las sombras junto a la ventana, testigos de un cambio en el bucle. La pareja reía, charlando animada sobre cosas sin importancia. Conociéndose para olvidarse en unas horas como cada vez, pero eso ahora daba igual.

En algún momento, cuando la parejita bailaba una lenta de su juventud, entraron Concha y Carlos. Ella lloraba emocionada como en una boda. "Ya no quedan caballeros como los de antes, ¿eh, Concha?", susurró David. Carlos amagó una sonrisa y tendió la mano a Alicia. "Nosotros también hacemos un año. Quiero mi baile". Y Frank cantó un par más, con 3 parejas moviéndose despacio a la luz de las velas y una conserje secándose las lágrimas con una servilleta bordada.

La cita terminó. Era la hora de marcharse, con la sensación de haber vivido un momento mágico. Carlos y Alicia seguían a la pareja fuera, donde esperaba la furgoneta. Manuel y Carmen seguirían con sus charlas vacías y carantoñas hasta que él se bajase. Ella pegaría la cara al cristal, con una sonrisa adolescente, y le despediría con la mano, a veces le soplaba un beso. Manuel esperaba en la acera con su nieto hasta que el autobús se perdía. Carmen seguiría tres paradas más, quizá olvidando ya mientras la sonrisa de jovenzuela enamorada se vaciaba hasta volverse una mueca de plástico. La mirada perdida de nuevo.

Alicia sabía que todo eso pasaría. La noche resetearía el amor, y al día siguiente volverían a conocerse de nuevo. No recordarían nada, pero el resto de los presentes sí, y quizá con eso bastaba.

Carmen, amarrada al brazo de Manuel, soltó una mano para señalar unas flores mientras salían. "Mira, eso son azucenas. Así se llamaba mi madre". Él se mostró interesado.


Paro a descansar y me encuentro. Estoy cansada de correr, mi vida una carrera contrarreloj en la que nunca nada es suficiente. Más minutos, más metas, y en la cabeza ese refrán de "quien mucho abarca" atenazando las inseguridades. Por más que corro nunca consigo adelantarme, al final siempre sigo ahí lista para exigirme el resto, para señalar las faltas, para inventariar los fallos. Rellenando la vida de tareas como si fuera un pavo, sin darme cuenta de que al final sólo es relleno. El vacío sigue ahí, en el centro del pecho, en cada respirar ardiendo como nada. Un nuevo día amanece y de nuevo echo a correr, pero al final no conseguiré dejarme atrás.

Las sonrisas se suceden como se suceden los días, porque así es la naturaleza de las cosas y porque tiene que ser así. Finjo no darme cuenta que cuesta más no llorar por tonterías. Estás más sensible, dicen, y me suena a eufemismo cuando lo que quiere decirse es que estás más triste. O simplemente es que se rompió la coraza de tanto usarla. Finjo no darme cuenta de la soledad, miro para otro lado mientras sigo corriendo y rellenando minutos con tantas cosas que ya ni puedo contar.

Por favor, páreme aquí mismo y déjeme bajar. Sé que no es mi parada, ni siquiera tengo idea de dónde estoy pero necesito respirar el aire contaminado de la calle, necesito andar llegando tarde, tardar andando, cerrar los ojos y escuchar el mundo mientras corre sin mi. Déjeme aquí, abra las puertas, no puedo correr más. No puedo permitirme llegar tan rápido a las metas porque al final no hay nadie allí esperando, sólo más motivos para correr, menos razones para quedarme.

Maybe I only need someone to love me inside out. O quizá sólo necesite dejar salir el vacío sin maquillar. Maybe I just need noone else. Y dejar que la marea se lleve los naufragios que atesoro para no dejar de sentir. Quizá sólo necesito dejar de correr, pero no puedo fingir que eso sea fácil. Ni posible.

Esto estaba guardado como borrador del día 10 de mayo. No he cambiado ni una coma, y releyendo creo que tampoco ha cambiado mucho el resto tampoco. Es curioso releerte cuando ni te acuerdas de que escribiste... Lo único que ha cambiado es el 15 de mayo. se verá si al final son burbujas independientes unidas por un camino o si de verdad hemos aprendido a romper las individualidades a ratos para darnos la mano...

Cuanta más gente conozco más sola me siento. Podría parecer un oxímoron pero es una de las mayores verdades que he aprendido últimamente. Tan grande que no puedo pensar en embellecerla con juegos de palabras bonitas. Cuanta más gente se preocupa por preguntarme si estoy contenta, más infeliz suelo ser. Imagino que eso es más lógico, con mi habilidad para esconder lo que siento no deberían preguntar si soy feliz, sólo verlo. Al menos están lo suficientemente cerca para ver que no lo soy, hay ya demasiados que simplemente opinan que debo de serlo de una forma tan drástica que no se molestan en mirar si es verdad. Y esto me lleva a la siguiente verdad. A casi nadie le importa el resto lo suficiente como para mirar de verdad, no vaya a ser que lo que vean no encaje en sus planes. La gente pulula por el mundo creyendo que crea vínculos reales, sentimientos verdaderos, y generalmente sólo mantienen aquel que mantiene protegido su trasero.

sí, lo sé, demasiado cinismo para una optimista, para una idealista utópica quizá, perroflauti para ciertos amigos. Pero creo que no hay mérito en el optimismo si se basa en la incapacidad de percibir lo que está mal, las partes negativas, los contras. Racionaloptimista. Y no es que realmente pueda evitarlo, quizá tampoco tiene mérito si es lo que eres. A veces lo evitaría sin duda, harta de navegar en un océano de individualidades ciegas pendientes sólo de su pequeña burbuja, rozando la tuya de vez en cuando lo suficiente como para molestarse en mirar dentro. Hay excepciones, las hay. Quizá de todas formas me gusta demasiado la gente individual, diferente, con algo que decir, como para poder ser feliz. Rebotando entre nosotros en pos de la vida de cada uno, y si nos cruzamos un rato, bienvenido sea depende de con quien es.

Pero tengo sueños, y eso al parecer me incapacita para mi infelicidad. He de estar contenta porque están ahí aunque no sean para mi, la vida pasando mientras los cumplo, perdiendo la partida para jugar con la cartas de otros que recibieron unas malas manos de salida. Al fin y al cabo sólo me importan a mi. O eso me han dicho a veces. Y no tengo derecho a estar cansada, o querer rendirme a veces. Sólo tengo que seguir, y seguir implica que sobrentiendan felicidad, me pregunten si estoy contenta y conozca más gente, ergo, que me sienta más sola mientras la vida sigue avanzando sin mi.

¿Y si te digo que hace días que no hago más que crecer? 
Desde que solté tu estela,
                                       desnudo oquedades 
                                                                      y las lleno de quimeras.
Algunas se rompen, pero no parece importar más que un tiempo,
me levanto y sigo y hasta sonrío mirando dentro,
y llega una quimera nueva, otro sueño, otro regalo,
cortas las tormentas desde que conozco los secretos.
Para crecer hay que romperse, o eso he aprendido... 
Para crecer hay que pasar fiebre,
te crujen las articulaciones del alma cuando la doblas por donde no es.
Duelen las rodillas, no sé vivir agachada.
Así que me rompo y crezco puntualmente
                                                              cada pocos días
                                                                                        desde que te abandoné a mi suerte.
Qué suerte abandonarte.
Recorro las miserias de mis pasillos oscuros,
me acostumbro a los silencios y a los gritos que me habitan. 
Y al final,
               cada pocos días,
                                         me surge una sonrisa
                                                                          y dejan de doler los nuevos rotos.
Hay tantas luces, tantas cosas, por las que sonreír... ¿no te das cuenta?
Desde que no me miro en tus espejos 
disfruto de la soledad 
repartiendo sentimientos 
entre los huecos que ha dejado, 
que has dejado. 
Quizá los dejé yo. 
             Tantos vacíos mientras busco el equilibrio... 
                           Ciclotimia de días que parecen viajes, mirando dentro más que por la ventanilla.
                                                 Viajando dentro.
A veces anhelo compañías, 
a veces las tengo.                                   
Cuanto más me alejo de ti
                                       menos me duelen las mediocridades
                                                                                              en las que navegas perdido,
            menos me preocupa no ser tu faro cuando descubras que me he ido.
                                                  Menos me tumba el viento que recorre mi mundo,
                                                                                         más rápido escribo las letras de un nuevo futuro.
Y si no llega,
no hay problema.
Relativizo lo que venga
desde que no vienes tú.
Y te echo de menos, 
más de lo que mereces,          
menos de lo que debería.                    
Creo que he encontrado la receta,
                                           y pienso devorarla antes de que me cambien los ingredientes.
 Te debo mucho, lo sé,
                                 pero la verdadera pena es que tú no sabrás lo que me debes
hasta que no puedas venir a pagarlo.
Que te vaya bonito, naúfrago errante.
                                         Sílbame cuando te encuentres,
                                                                         pero silba bajito,
                                                                                       no vaya a enterarme.

Esta mañana me había propuesto colgar un relato, algo sencillo para obligarme a escribir, a mantener las letras, a no perder la costumbre, pero hoy no puedo inventarme historias porque me duele demasiado la realidad. Los muertos de Libia no son más importantes que los de Ruanda o Congo, no son ni una centésima parte de los que mueren cada día en conflictos armados de todo el mundo, pero de vez en cuando tienes que volver a abrir los ojos y mirar. Debería ser una obligación para los que vivimos en el Norte, en países en paz, en democracia y libertad. No digo que tengamos que estar perpétuamente dolientes, contínuamente pagando por haber nacido en la orilla buena, simplemente digo que no se puede mirar para otro lado siempre. De vez en cuando te tiene que doler de verdad el mundo, porque si no no mereces vivir en él. Y hoy a mi me duele Libia.

Vivimos un momento histórico en el que los pueblos de Oriente Próximo han iniciado una revolución, luchan simplemente por su libertad. Todo pasa delante de las cámaras, y te llega directamente a tu sofá. Revueltas pacíficas sofocadas a balazos, dictadores derrocados por el simple poder del pueblo manifestándose como en el caso de Egipto. En tu pantalla se crea un grupo de apoyo al pueblo libio, y le das a "me gusta" justo después de declararte partidario de un grupo de "señoras que..." y justo antes de darle a "me gusta el helado de vainilla con el brownie en el Vips". Mientras, Gadafi capa las comunicaciones por internet en Libia, y envía helicópteros de combate a bombardear a civiles desarmados violando derechos humanos a mansalva. Un crimen de guerra en tiempos de supuesta paz, los civiles estarían más protegidos si se hubiese declarado oficialmente el conflicto. Compartes un video de youtube en el que matan a un manifestante que simplemente estaba pidiendo libertad, y te unes a un evento de marcha virtual contra la represión violenta de las revueltas en el que ni siquiera te tienes que mover del sofá. ¿Y la ONU, y los líderes del mundo? Imagino que regando la granja del Facebook o eligiendo serie para esa noche.

Y yo no estoy haciendo nada ni mejor ni peor que todo eso. El hecho de que me duela la raza humana, de que me indigne, el hecho de que dedique unos minutos a reflexionar sobre estas paradojas de la globalización no me hace mejor persona, no me hace más comprometida. Sólo me hace quizá más infeliz que aquel que decide vivir en la ignorancia, mirar para otro lado, apagar el telediario y quejarse de la crisis, del fútbol, de que el café está frío o que el invierno nunca se acaba. La ignorancia en muchos casos es la felicidad, pero en este caso no me da para elegirla, no puedo evitar mirar. Prefiero mirar cada día aunque sea con los ojos entrecerrados para que no me abrume tanta mierda.

Hoy me gustaría estar lejos y estar haciendo algo de verdad. No valgo para una trinchera, creo, o para correr delante de las balas por la libertad de otros, pero hoy sería feliz en un hospital de campaña.

De vez en cuando no viene mal pensar en la suerte que tienes, en las comodidades, en la libertad en la que vives. ¿Crisis? Hay países que llevan en crisis décadas, y gente cuyo día a día consiste en luchar por seguir vivo. Me harta la militancia de sofá, vale que no puedes pasarte el día llorando por los que están peor que tú, doliéndote por el maltrecho Sur o los pueblos oprimidos, pero no puedo evitar tener unas ganas locas de poner ladrillos de verdad, sea en Uganda o en El Salvador.

Hoy a mi me duele Libia y me duele el mundo, pero sobre todo me duele el culo de estar sentada mientras que el mundo duele. Y a ver si se mueren ya los dictadores de este planeta, que sería un primer paso, coño. Asco de raza humana, con tantas luces y con tantísimas sombras...

Esto lo escribí hace un año por estas fechas. Mi invierno está siempre lleno de muertes. Vuelve a ser tarde, más de una semana desde el 22, y de nuevo me pongo a encender velas. Esta vez no estoy tan perdida, un año de trabajo me ha costado, pero vuelvo a echar de menos, parece que más cada año, y vuelve a doler cómo los recuerdos se difuminan en los detalles.Ojalá llegue ya la primavera...

Un año más, y esta vez tarde. Hoy hasta me costó encender las velas, temblaba la llama en mi mano, sangrando lágrimas que cada vez parecen más saladas.

Esta vez me cuesta recordarte con una sonrisa, mi flaco.

Esta vez te miro después de tantos años y escuecen nuevas heridas.

Esta vez coincide que ando perdida, buscando las huellas que debieran seguir mis pasos, decidiendo si debo crear algunas nuevas que me enseñen a andar, buscando tu mano.

Esta vez da la casualidad de que aún te echo más de menos, necesito aún más de tu abrazo y casi me sorprende lo que duele saber que no estás. Si cada año va a doler más, no sé si quiero que pasen.

Esta vez las lágrimas caen sobre vacío, y los recuerdos huidizos pasan como ráfagas arañando mis párpados, y casi no consigo recordar tu voz.

Esta vez pasó tu día entre tantos otros, y aquí estoy, soñando que te importa, imaginando que me oyes suplicando aprobaciones que no llegarán nunca, queriendo creer.

Esta vez tu sonrisa casi duele, porque es lejana, pero sobre todo porque parece que no descansarás nunca. Que no descansaré nunca. Estoy harta de otro invierno sin ti. Todo hubiese tan distinto.

Me enseñaste a querer y no sé si aprendí bien. Me dejaste una noria de juguete con corazón de walkman y un peluche, pero sólo necesitaba un padre. Mi flaco, ya no sé cómo llorar para sentirte más cerca. Ya no sé cómo gritar para que escuches que te quiero.

Ojalá fuese tan fácil como cerrar los ojos y verte, pero ni eso me dejaron. Malditos hijos de puta que me enseñaron lo que es odiar de verdad.

El recuerdo de un abrazo, tu chaqueta rellena de oveja, unas fotos que cada vez son más viejas, tantas preguntas y tan poco tiempo, tanto cariño que tardé demasiado en aceptar. Había tanto pasado que no se me ocurrió que quedase tan poco futuro.

Ojalá te hubiese abrazado más fuerte para que hubieses quedado marcado. Ojalá te hubiese dicho que te quería tantas y tantas veces como lo pensé. Ojalá recordase tu olor.

Este año me cuesta recordarte con una sonrisa, mi flaco, y no encuentro descanso en llorarte. Hasta las velas tiemblan, y sólo desearía abrazarte una vez más. Esta vez, esta noche, sólo me queda imaginar que te sueño y no te vas.

Siempre te querré.

- Y si me aburro, ¿me quieres más?

Cenicienta, sobria en los colores y en los licores, estaba sentada como una muñeca rota en el pequeño trono. La sala se acababa de vaciar tras la audiencia y sólo quedaban los guardias y la pareja de monarcas.

- Aburrida o no, eres mía, y por eso nunca podré dejar de quererte.

Desde el matrimonio su vida era una cárcel de barrotes dorados y súbditos de yeso. El príncipe llegó a Rey por simple ley de muerte y dio comienzo la nada. Empezaron por cambiarle el nombre, al parecer Cenicienta no era nombre para una reina. Como si Azul I fuese nombre de Rey. La vistieron de consorte, menos escote y más maquillaje, y la enseñaron a parecer un maniquí sin voluntad para acompañar a su marido en las audiencias.

Cuando la reina Cayetana vio tantos buitres dando vueltas a su alrededor supo que debía estar muerta.

Pero siempre quedaba el amor, se decía ella entonces. Azul andaba algo ausente jugueteando con su nuevo cargo vitalicio. "Asuntos de Estado" era la frase que más escuchaba de su boca. Otorgó a Cayetana numerosa compañía, escandalosas muchachas de voces estrepitosas y conversaciones aburridas. No eran nada interesantes, pero hacían tanto ruido que se te olvidaba que alguna vez hubiese existido el silencio. Cotorreaban sobre asuntos de la corte, parloteaban incansables con bromas picantes y risas gritonas. En definitiva, eran las hermanastras que una vez tuvo pero multiplicadas por seis.

Pero siempre queda el amor, se dijo de nuevo, aburrida en el pequeño trono, mirando cómo Azul firmaba documentos tras la audiencia. Había engordado un poco, y aún así seguía siendo el hombre apuesto del que se enamoró. Menos pasional, quizá, pero ¿quién puede juzgar a un rey?

Se levantó silenciosamente y se deslizó fuera de la sala para pasear por los jardines, sacando su vacío al exterior, invisible entre la rutina de palacio. En esos momentos volvía a ser Cenicienta, se descalzaba los tacones y acariciaba la hierba con los talones. Los pasos danzando, los empeines rectos, como si bailase con el aire una música insonora, como si bailase el silencio regalado, como si bailase las notas de un resquicio de libertad, la identidad recuperada por un momento. Nunca había estado tan sola rodeada de tanta gente.

Al anochecer, volvió a calzarse el disfraz de Cayetana y regresó escondiendo las manchas de césped entre los pliegues de la falda. No encontró los zapatos, pero volvería de día a buscarlos. No creía que nadie lo notase si entraba por la zona del servicio. Adoraba esa parte de palacio, ahora parecía que limpiar suelos era lo más parecido a la libertad que había tenido.

A medio camino en el laberinto de pasillos escuchó la voz de su marido el monarca. Susurrando pasos, se asomó a una puerta entornada para encontrarle en posición nada regia sobre una de las criadas. Tan azul y tan sucio al fin y al cabo.

De nuevo Cenicienta, corrió al jardín para llorar el desengaño fuera del reino de Azul. Las lágrimas llevaban disueltos los últimos sentimientos, la sensación de que todo eso importaba, la soledad. Cuando cayó la última, Cenicienta sintió que una nueva dureza la impregnaba. La seguridad de las decisiones tomadas. Un manto de indiferencia. Un hálito de cabreo. Recordó quién le había metido en el disfraz de reina.

- Me cago en la madre de todas las hadas - dijo levantándose, y Campanilla lloró en otro cuento.

Cuando Azul llegó a los aposentos reales, Cenicienta estaba sentada sobre la cama. Estaba seria y descalza, con la mirada alta, ni rastro de las lágrimas, sólo barrera. Si no hubiese estado cansado la hubiese poseído sin tardanza, con esa dignidad en el porte, ese toque rebelde, de repente la deseaba como la primera vez.

Empezó a farfullar las excusas de siempre mientras desabotonaba el uniforme cuando Cenicienta se levantó de golpe y andó hacia él.

- Azul, tenemos que hablar...

Al menos alguien vivió feliz a partir de esa noche. Las perdices siguieron sanas y salvas. Cenicienta es vegetariana.

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No te vayas...

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